Las voces de Adriana
28 de Enero de 2023
Con tres partes o relatos interconectados (‘El padre’, ‘La casa’ y ‘Las voces’) ha hecho Elvira Navarro (Huelva, 1978) su mejor novela.
Habla el primero de ellos de una hija y su padre infartado: del cuerpo enemigo del hombre y de la muerte en suma, que no es aquí señora blanca y rigurosa como en el romance, sino monstruito carcomido y azul de videojuego. Sobre Adriana y su padre sobrevuela el fantasma de la madre inabordable, extremeña intuitiva y exigente sobre cuya figura intentará asedios Adriana.
Pero Adriana ensaya juegos para aplazar la muerte: escribirá, para evadirse, relatos inspirados en citas de Tinder, que ha empezado a usar a imitación de su padre. Así, fabula la aventura africana de un traficante de oro que ve fantasmas, o la historia, de un humorismo sombrío, de un soltero con el cráneo reconstruido tras un accidente (“sobre las placas de metal de su cabeza habría podido freírse una salchicha”, p. 59).
No falta en Las voces de Adriana la habitual audacia descriptiva de las novelas de Elvira Navarro. La atmósfera del libro no la da esta vez la periferia urbana (aunque hay fragmentos brillantes sobre Colmenar Viejo), sino la costa valenciana, en la primera parte, y un pueblo pacense innominado, en la segunda y tercera.
A la primera parte de angustias y decadencias la sigue un relato de plenitud sensorial: la recuperación de la infancia observadora y solitaria en casa de la abuela materna, donde Adriana, que “está hecha de trozos de los suyos” (p. 88), empezará a oír las voces que dan título a la novela. Es en esta segunda parte donde se espesa de sensaciones la escritura, y se llena de olores, colores y texturas, siempre matizados por la inquietud.
La última parte del libro está escrita a base de pequeños monólogos teatrales: parlamentan hija, madre y abuela, o sus voces, sin llegar nunca a conversar. La hija mueve los hilos, reproduce poemas propios y relatos ajenos, reflexiona sobre la pérdida y la muerte y también sobre teoría literaria. Las voces se desdicen a veces y se rebelan contra un lenguaje que les parece insuficiente y tramposo, y actúan sobre Adriana como una expendeduría de culpas.
Es Adriana una protagonista que no se interesa a sí misma, porque se da por sabida o descontada, y observa con compulsión sus entornos real y virtual (“exponerse, ser vista, la violentaba”, p. 68). Antepone la observación de los demás a la suya propia, porque la identidad le parece “un batido que se remueve con una pajita con la obsesión de que la mezcla parezca homogénea y sepa bien”, p. 67).
En Las voces de Adriana presenta Elvira Navarro una realidad que trastabilla y es siempre extraña, inasible, y se acerca a la familia desde la confesada incomprensión, la minuciosidad en el relato y una fina arquitectura novelística.
POR: Ángel Borreguero.
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